Mi padre solía levantarse el primero durante los pocos días que paraba por casa. Me daba la impresión de que le producíamos alergia. No se lo reprocho. Le mirábamos como un extraño.
Solía desayunar una naranja, y café solo. Mojaba media barra de pan resesa del día anterior. Era su pequeño momento hogareño. Le escuchaba desde mi cuarto. Hacía mucho ruido. Era como si quisiera despertarnos para que le acompañaran en la mesa y no se sintiera solo en su propio hogar.
En alguna ocasión me levantaba malhumorado. Me acercaba a la luz de la cocina con el pijama viejo, descosido, tratando de luchar contra las legañas cuando me lo encontraba frente a mi con su camiseta blanca de asas, sus brazos largos y grandes, sus manos continentales y una gran sonrisa.
En esos momentos, un enano de apenas cuatro años le recordaba quien era. Su felicidad me parecía una burla. ¡Quería dormir!. Él, sentirse padre.
Mi padre siempre cerraba la puerta con llave al igual que mi madre envolvía sola, en papel de regalo, los juguetes de la Noche de Reyes.
Ahora ya soy mayor, demasiado. Apenas me reconozco. Apenas alcanzo a entender el motivo de este gozo al pronunciar en silencio, para mis adentros, te perdono. Tal vez por eso no puedo contener el lloro. Llega 7 años tarde.
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