jueves, 20 de enero de 2011

Mi padre y el cambio

Mi padre no cambiará el mundo. Su transcendencia quedará impregnada en mis genes no en mis actos. Pocas veces intercambiamos miradas civilizadas cuando llegué a esa edad en la que me creía en posesión de toda la verdad.
Pocas veces intercambiamos ideas. El mundo era uno, tan sólo uno. Sin alteración de los colores conocidos.

Hubo una época en la que mi padre creía en la capacidad del hombre para cambiar las cosas. Fue una etapa fugaz. Después murió un padre y nació otro.
En esa etapa mi padre luchaba por sus compañeros. Creían en una utopia a sabiendas de que no triunfarían. Pronto se descubrió la verdad de la utopía. En cuanto el patrón apretó una boca hambrienta aquí y allí la turba volvió a su redil y mi padre quedó como cabeza de turco. Era el enlace sindicalista que todo trabajador quería a su lado. Fiel hasta la estupidez.

Tras eso todo cambió. Su mundo con él.

Con los años mi padre llegó a ser un importante empresario. Directivo de muchas entidades cuyos intereses asociativos tenían como fin último, transformar la sociedad para bien. El fin último lo llevaban hasta el extremo.

Fue una etapa de tensa y continua disputa. Él defendía los intereses del capital. Su hijo defendía sus intereses que tomaban del capital lo mejor y desechaba sus miserias. No hay equilibrio posible. Es una mentira. El sistema tiende a corromperse como bien aprendió mi padre hacia el final de su etapa como empresario activo.

Todas sus proclamas, todos sus anhelos de mejorar las cosas, de ver crecer nuevos proyectos se veían una y otra vez cortados de raíz por sus propios compañeros de cenas. Mi padre asistía a muchos congresos, participaba en reuniones con políticos y mediocres similares para traer cambios. Se lo pasaba muy bien. Parecía que estaba metido en algo gordo, algo realmente importante. Todos reían. Tanto con como sin él.

Lo que se aceptaba como algo coherente en dichas reuniones era luego enterrado por esos hombres de trajes caros y coches oficiales previo pago en especias a los de ciertos regalos para mirar hacia otro lado. Nada cambió. Todo permaneció igual. Salvo mi padre. Se fue apagando.

Su fe y esperanza en algo mejor murió con él.

He aprendido la lección. No mirar hacia delante sino al pasado. Ahí tengo todas las respuestas. Una de ellas es que mi padre creyó más en mi que en si mismo. Creyó más en las manos sudorosas de sus camaradas de barco que en los silencios prolongados de mi madre cada noche, durante cada año.

No hay comentarios:

Publicar un comentario