
Enciendo la radio. Su anestesia no tarda en entrar por mis oídos dilatados. pronto su cálida voz me relata horrores lejanos y eso me hace apretarme más contra el asiento de mi coche. La sensación de seguridad es un espejismo tan frágil como el cráneo de un hombre golpeando contra la luna delantera tras un accidente.
Me asquea su civilización y la nuestra. No hay varias. Son el mismo perro con distinto collar. Unas más tolerantes que otras pero con mucha mierda bajo la alfombra. La diferencia tal vez radica en los esfuerzos por parecer menos mala que la del otro extremo del mundo. Observas todo lo que te rodea desde un único prisma, el que te han inyectado desde que eras un ser tan inocente que no temerías que un lobo lamiera tu mano.
Cuando te haces mayor, las cosas no suelen ir a mejor aunque la sensación de poder volar es tan fuerte que te olvidas de lo que pierdes en el proceso.
Creo que he elegido en mi vida lo que he querido y no he querido. He tenido esa posibilidad al menos, o eso me han hecho pensar.
Cuando pienso en que los efectos de la anestesia empiezan a desaparecer y con ello el dolor despierta de su letargo forzoso, cuando pienso en ello me viene de repente a la cabeza la idea de poder elegir, tener la opción de hacerlo. Esto incluye la opción de rebelarse contra el propio sistema, pero no quiero de momento, no me lo planteo a corto plazo. Recuerda, la anestesia.
Escucho entonces la voz, la cálida e incluso lasciva voz de la comentarista que desde la radio relata horrores lejanos con esa voz tan cercana que me quedo atónito escuchándola sin reparar en que más allá de los mares, las voces son muy dispares.